Mi teoría comenzó a desmoronarse cuando comprobé el alcance del fenómeno GaGa. No había sesión de disc jockey en la que alguien no me pidiera que la pinchara, y no sólo en las salas indies, sino en esas fiestas de marcas ultrafashion donde los más pijos y desconectados del underground se dan cita. Sus singles habían llegado a todo el mundo. Aun así, me parecía imposible que una chica tan rara llegara para quedarse. En fin, pensé, se trata de una moda pasajera y pronto todos menos algunos la olvidarán. Como si hubiera leído mis pensamientos, Lady GaGa descubrió que más que el amor, más que la comida, más que el sexo y la fiesta, lo que amaba era trabajar hasta caer (literalmente) desmayada. Así que no solo no se diluyó su imagen entre las de otras celebrities transitorias, sino que cada día adquirió mayor presencia. En verano de 2009 salió a la venta Paparazzi, el último sencillo extraído de su primer álbum, con un vídeo impresionante dirigido por uno de los dioses inquietantes del género, Jonas Åkerlund. A la vez, la nueva diva recorría el mundo con su gira The Fame Ball Tour, afianzándose como favorita para mundos muy diversos. La chica rara convertida en la chica de moda. Las comparaciones son odiosas, pero la semejanza con el fenómeno Madonna de hace 25 años fue inevitable. Lady GaGa zanjó la cuestión declarando que tras el revulsivo supuesto por Madonna, la última gran revolución del pop del siglo XX, la primera gran revolución del pop del siglo XXI era la GaGamanía. Y Madonna zanjó la cuestión apareciendo con la nueva diosa en un sketch humorístico del programa Saturday night live, donde ambas acababan rodando por el suelo y tirándose de los pelos en una pelea de gatas épica. La Emperatriz daba su visto bueno.
Invitada a la primera fila de las pasarelas más cotizadas, a las galas benéficas, a las manifestaciones por los derechos de los homosexuales, imagen de la campaña de Mac para su barra de labios Viva Glam con la que se recaudan fondos para los portadores del VIH... era obvio que esta chica iba a tardar mucho tiempo en tener un rato libre para sentarse a componer y grabar un nuevo disco. O eso pensábamos los que ignorábamos que tenía capacidades de superheroína de cómic, porque en el otoño de 2009, apenas año y medio después de la publicación de su primer trabajo discográfico, sale a la venta el segundo álbum de Lady GaGa, The Fame Monster, precedido por el single Bad romance. Desde ese momento, Lady GaGa trascendió aún más las barreras entre carrera de calidad y carrera comercial, entre artista de culto y objeto de consumo masivo. No hay día en que no genere una noticia, bien porque cae fulminada durante una actuación por deshidratación severa, porque confiesa que es bisexual o hermafrodita, porque despide a sus guardaespaldas por falta de celo profesional o porque es demandada por Rob Fusari, que exige beneficios por haber sido novio, productor, mánager y compositor.
Lady GaGa es presencia habitual en revistas que normalmente no se hacen eco del día a día de chicas como ella. Bueno, quizá el superlativo moño de Amy Winehouse sea otra excepción. La prensa que persigue a Paris, Britney y Lindsay nunca la olvida, aunque sea para resaltar su estrafalario vestuario. No hay semana en que no aparezca en las listas de las peor vestidas, y ya es un personaje fijo en revistas divertidísimas como Cuore. Si mi teoría sobre la imposibilidad de éxito masivo para la Gran GaGa debida a tanta particularidad, tanta distinción y tanto alejamiento de la vulgaridad estaba moribunda, con la llegada de 2010 ha quedado muerta y enterrada.
En abril, nuevo single, Telephone, esta vez un dúo con otro miembro de la realeza musical, Beyoncé. Resultado: sexto número uno consecutivo en la lista de Billboard, la única artista que tiene este récord. Y el nada despreciable añadido de otro récord difícil de pulverizar, 200 millones de visitas en YouTube, el vídeo más visto de la historia de la humanidad desde que la humanidad puede ser contabilizada viendo vídeos en Internet. Mi sorpresa llega al limite cuando empiezo a descubrir a Lady GaGa en la portada de todas las revistas. Entiendo que Billboard, Q, Rolling Stone y las publicaciones musicales le dediquen ese puesto de honor. Doy por hecho que creadoras de tendencia como V y Neo2 la muestren donde se merece. Empiezo a quedarme ojiplática cuando la veo en la portada del suplemento de The Sunday Times, o en las de revistas para chicas como Cosmopolitan o Elle, normalmente reservadas para modelos guapísimas o estrellonas de Hollywood igualmente alabadas por su belleza. Finalmente, la descubro en la portada de dos cabeceras destinadas al consumo erótico light de los chicos, FHM y Playboy. La conquista es total. La venganza, también. Para la mayoría de los mortales, Lady GaGa no es objetivamente guapa: que si antes estaba gorda, que si ahora está demasiado flaca, que si la gravedad le juega una mala pasada a su pecho, que si un ojo se le queda gacho, que si tiene cachetes de hámster..., pero la realidad es que ahí está, quitándole portadas a las más deseadas del planeta.
Las páginas de Internet, las publicaciones alternativas, los festivales de música, los clubes de nuestro mundo occidental... hay una rica diversidad de tendencias, estilos musicales, visiones del mundo. Pero si sigues escalando y llegas a la cima del éxito, todo se vuelve gris. Siempre he defendido a Madonna cuando aseguran que no inventa nada, que lo único que hace es amplificar modas y sonidos que ya suenan en el underground. ¿¡Y qué si así fuera!? Conseguir amplificar una actitud singular, establecerla dentro del mainstream y encima vendérsela a un público acostumbrado a lo más convencional y falto de riesgo ya es un triunfo. Pensemos que Madonna y Lady GaGa compiten en el mercado internacional no solo con las divinas reverenciadas a nivel minoritario, como Alison Goldfrapp, Alison Mosshart, Siouxsie o Beth Ditto, sino con auténticos monstruos de la promoción edulcorada, como Mariah Carey, Christina Aguilera o Miley Cyrus. Además, obligan a estas divas establecidas a currarse un poco más la imagen, las portadas, los vídeos... sorprendente la apariencia gagaizada en el último disco de la Aguilera, o las influencias extravagantes en Beyoncé, Rihanna y hasta en los Black Eyed Peas.